lunes, 5 de enero de 2009

La Llave

Subió la escalera con sigilosa tesitura. No sabía exactamente que buscaba, ni qué esperar. Solamente iba con esa llave que habría mordido centenares de veces en los últimos 5 años. Su compañera de terrores solía recriminar su vicio, tanta bacteria en ese pedazo de bronce asqueroso. Pero ella saboreaba esa sensación única de una esperanza corroida por el tiempo.
Lamía la llave con la misma ternura con que alguna vez recorrió su entrepierna. Se quedaba en la parada a veces esperando que ella la llamara porque se enfriaba la cena. Pero la cena nunca estaba, ni el llamado, ni el amor.
Ese día sólo desayunó su llave. Las sospechas eran un tormento, los olores desconocido en su propia almohada, en su propia amada. La noche anterior entre ellas había un acantilado, el mismo que subsistía hace dos años, y aunque mucho deseara acercarse ya la piel no se erizaba ni la noche se moría entre gemidos.
Salió, llego a la esquina, fue al mercado. Compró salmón y champagne, puerros, cebollas y cerezas. No avisó que no iría a trabajar. Ese día ya nada le importaba.
Las bolsas le lastimaban los dedos y el llavero le golpeaba la barbilla. Llegó a la puerta, dejó las bolsas, que con la espesura del sol del mediodía se iluminó con una ráfaga del ventiluz del pasillo. Despacio dejó entrar la llave húmeda. La giró con tierna nostalgia. Entró.
Como siempre que esto sucede el mismo ambiente no es el mismo, los jadeos se colaban entre un estridente estribillo de Joplin. En ese instante eterno le corrieron por las piernas, los recuerdos, las promesas y esa absurda vana conciencia de no haber confiado en su intuición. Como alacranes le picaron las rodillas que quebraron como sus lágrimas de furia e ira envenenada.
Llegó a la puerta de la habitación y vio esa entrega que tanto esperaba, allí estaban, ella desnuda con las piernas abiertas y carne molida en la vagina, mientras la hermosa Lulú, su hija, un galgo afgano de 4 años se la lamía.